domingo, 21 de octubre de 2007

LINK CON CURRÍCULO (Formato Lattes)

http://lattes.cnpq.br/3057303572525193

LINKS CON ARTÍCULOS EN LA RED

La actuación del profesor para el desarrollo de habilidades de expresión oral en estudiantes universitarios: resultados de una estrategia didáctica. http://www.revistaeduquestao.educ.ufrn.br/pdfs/EQ_30_web.pdf
Obras do Diabinho da Mão Furada: Enhorabuena! http://www.revistafenix.pro.br/PDF11/Resenha_Orlando.Fernandez.Aquino.pdf
Globalización y enseñanza de textos dramáticos en el nivel superior.
http://www.institutounipac.com.br/perspecto/ano1nr1/10_Globalizaci_n_y_ense_anza_de_textos_dram_ticos.pdf
La nueva universidad cubana: resultados del monitoreo de la calidad del proceso docente en la provincia de Sancti Spiritus.
http://www.periodicos.udesc.br/linhas/ojs/

Historia y teatro: la confluencia de los lenguajes.
http://www.revistafenix.pro.br/PDF16/RESENHA_01_ORLANDO_FERNANDEZ_AQUINO_FENIX_JUL_AGO_SET_2008.pdf
Judaísmo y Universalidad en la Obra Pictórica de Lasar Segall.
http://www.revistafenix.pro.br/PDF15/Resenha_01_ABRIL-MAIO-JUNHO_2008_Kenia.pdf

DIVERTIMENTOS (crónicas, cuentos, anécdotas)

I
Mis medias azules
Juro y perjuro que no soy supersticioso.Pero en fecha hoy incierta para mí, no sé si uno de los malévolos mensajeros de Miami, o un familiar engenuo, me llevó de regalo a Cuba un lindo par medias azules.
En el 2001, cuando fui a pedir visa en la Embajada de España en La Habana para viajar a Islas Canarias, iba muy bien calzado con aquellas medias, no fuera a ser el Cónsul se recusara; pero no lo hizo. Un mes depués, temiendo me bajarán del avión -como ya había ocurrido con algún paisano que me precediera en el mismo mismo viaje-, iba yo de medias azules, y no me bajaron. Definitivamente, esas prendas -y solo esas- eran mi talismán.
El 11 de septiembre de ese año, en un hotel del Sur de Tenerife observé por la televisión, casi en tiempo real, el ataque terrorista a las Torres Gemelas en Nueva York. El día antes había lavado mis medias azules y estaban en casa; pero el 30 del mismo mes, en mi viaje de regreso a Cuba iba exhibiéndolas en el avión, no fuera a ser que se repitiera otro de los atentados del malvado Ben Ladem.
A inicios del 2002, tuve la mala hora de dejar mis preciosos calcetines en casa e ir a pedir visa al mismo Cónsul, esta vez para que uno de mis hijos viajara a España. El muy bellaco, al parecer miró irónico para mis plantas, y denegó el viaje de mi querido bástago. Otra cosa hubiera acontecido de haber ido de medias azules, por lo que en adelante no descuidé el detalle.
A mediados de se mismo año, cuello y corbata mediante pero con el creo en la boca, asistí esperanzado a la defensa de mi tesis doctoral. Esta vez iba mejor escoltado, con mi resguardo en los pies, y percibí que los quince inquisidores que formaban el tribunal miraban insistentemente para mis tobillos. La sonricilla irónica de la mayoría evidenciaba el contraste que apreciaban entre la legancia de la indumentaria y aquellas piezas desteñidas por el tiempo y las lavadas. Llegada la hora de la votación, catorce de los magníficos doctores lo hicieron a favor. La que votó en contra fue la segata del extremo derecho de la bancada que desde su ángulo no podía ser deslumbrada por mi objeto mágico.
El en el 2006, hice un fructífero recorrido por varias universidades del Estado de Minas Gerias. Ni qué hablar: cuando fui a pedir visa al Consulado de Brasil en La Habana iba de medias azules; en el avión, de medias azules; en cada conferencia o curso, de medias azules; cuando conocí a una linda brasilena, de medias azules; cuando le pedí que se casara conmigo, de medias azules.
En el 2007 regresé a Brasil para casarme con ella. En el acto nupcial, un pícaro juez de 70 años no debajaba de sonreir mirando para mis plantas. Y ahora, estimado lector, heme aquí calzado con mis maltrechas medias azules, no vaya a ser que usted piense que escribo demasiadas boberías.
Uberlândia, MG, 21 de octubre de 2007.
II
El émulo de Herodoto

La pluma en la mano fina del escritor quedó en vilo. Habituada como estaba a correr libremente sobre resmas de albo papel quedó involuntariamente suspendida formando un triángulo imaginario entre la apoyatura del codo en el borde y el tablero de la mesa de trabajo. El sol penetraba radiante por la puerta entreabierta hacíendola brillar, mientras una gota de tinta se coagulaba en el extremo inferior del punto dorado. El sabio tornó a forzar la estilográfica para proseguir la sesión de escritura, pero se dio cuenta de que hoy no andaba bien del meollo. ¿Qué podía estarle sucediendo a nuestro hombre?
La primavera de 1888 había irrumpido en la villa del Santo Espiritu y el calor le hacía transpirar ya de mañana. Sentado estaba al escritorio en la planta alta de su vivienda marcada con el número dos en la callejuela de Santa Rita y a través del ángulo que dejaba la puerta entrejunta respiraba la fragancia de la estación y disfrutaba el espectáculo único de las miríadas de gorriones alborozados que se lanzaban y una y otra vez desde el alero de la casa de enfrente para revolcarse entre los adoquines y las chinas pelonas que formaban el empedrado de la calle.
Ahora, casi al final de sus días, continuaba disfrutando la placidez del recinto que había sido testigo de sus afanes escriturales durante más de un cuarto de siglo y quieto refugio de contertulios, pupilos y aprendices, ávidos de oír su docta palabra. Allí estaba instalada -además de su estudio de sencillo letrado-, la amplia biblioteca en grandes estantes atestados de las mejores obras escritas en la antigüedad y en los tiempos modernos, y en habitaciones contiguas se encontraba el archivo organizado amorosamente por sus manos, con notas y apostillas.
Cuéntase que en la intimidad hogareña la enseñanza le brotaba como manantiales de sus puros labios. Caminaba en cortos paseos; consultaba textos; la mente volaba y el pecho se ensanchaba de gozo. A su alrededor, deudos y amigos libaban el néctar de su amena charla. El alma rebelde y moza de casi todos los paladines espirituanos que surgirían en las contiendas revolucionarias, hallaron en él consejos y doctrinas. Dícese que su cerebro era un foco de estrellas iluminando el presente y el porvenir de Sancti Spiritus, la villa de su nacimiento y la tierna novia de sus sueños.
Pero algo estaba trastocado hoy. De suyo nuestro hombre podía recordar fácilmente los más diversos asuntos históricos y literarios, digamos el año de nacimiento de Píndaro o el de la muerte de Herodoto, pero para los asuntos triviales y cotidianos practicaba los olvidos más estridentes. Refiérese que allá por 1870, hallándose desterrado en Santander, España, en compañía de su coterráneo Joaquín Antonio Rojas, una noche en que se preparaban para ir al teatro, su amigo lo sintió muy molesto porque le habían hurtado el chaleco con el reloj y lo que tenía en los bolsillos. Resignado, aunque murmurando y maldiciendo, buscó otro chaleco y salieron para la función teatral.
Ya tarde volvieron a casa, y cada uno se recogió a su habitación, pero cuando aún no había acabado Rojas de meterse en la cama, oyó tremendas carcajadas en el cuarto de al lado. Temiendo que al desdichado le hubiera sorprendido un ataque de locura para que riera de aquel modo, corrió allá y se lo encontró tirado en la cama bajo los efectos de su de hilaridad.
-¿Qué, te has vuelto loco, de qué te ríes? -preguntó Rojas intrigado.
-De que apareció el chaleco robado.
-¿Y cómo?
-Pues yo lo traía puesto.
-¿Qué tú lo traías puesto? ¿Y cómo fue eso?
-Pues mira, cuando llegué de la calle esta tarde me quité la levita y para que no se me ensuciara el chaleco me puse encima una camisa, y no acordándome de lo que había hecho, al ir a vestirme esta noche me quedé con la camisa y, claro, como tenía el chaleco debajo no apareció y ahora me encuentro con dos chalecos en el cuerpo.
Rojas se divirtió también de lo lindo y le dijo:
-Pues oye, amigo, eso parece ser mal de familia, porque una vez tu pariente don Tomás Echemendía fue a buscar agua al arroyo y se le olvidó la botija.
Él había abandonado sus incursiones literarias de juventud para dedicarse al recio oficio del historiador. Desde 1853 había colegido que su obra mayor debía estar consagrada a componer la historia de Sancti Spiritus, cuyo nombre constantemente resuena en los oídos de los lugareños. Convencido estaba de que debía revelar la complicada idea de una población que para sus naturales es la primera en el mundo. Había sido parco en advertir que quienes en su obra quisieran hallar entretenimiento para el espíritu, recreaciones para la imaginación, o bellezas literarias en amena lectura debían buscar libros distintos. Sin embargo, ahora sentía el impulso de la poesía, estaba jubiloso y su espíritu de serena compostura pugnaba con la emoción que lo desbordaba. La pluma accedió a los impulsos:
Suplicio Severo era
Jurisconsulto aquitano
Del Cuarto Siglo Cristiano
Y adoptó una vida austera.
Movido de fe sincera,
Hizo su Historia Sagrada,
De locución elevada
Y con florido latín
Es con razón celebrada.
Suplicio Severo)
Pero la mano reaccionó haciendo trizas la cuartilla. Nada de reblandecimientos ni de floripondios poéticos. Y torna a escribir: “Don Anacleto Bermúdez nació en 1806. Pasó a La Habana siendo joven, y luego a la Península, para continuar allá los estudios a que estaba dedicado. Se hizo abogado...”
-Por Dios, que no me concentro. Hoy no es buen día para historiar.
El letrado suelta la pluma y comienza a ordenar los papeles, cuando sus dedos manchados de añosa tinta azul tropiezan con rica gamuza verde que envuelve entre sus pliegues un cuerpo voluminoso. ¡Bah, qué memoria la mía! Ríe el escritor jubiloso para sí mismo y para los testigos mudos de su papelería. Ahora recuerda que ayer, al caer la tarde, vino el maestro impresor Carlos Canto, el propietario de la Imprenta La Paz, a traerle personalmente el tomo primero de su flamante Historia de Sancti Spiritus. Es caballero muy cumplido este don Carlos Canto y es de notar que otros como él, tan bien tajados y gallardos, no faltan en el gremio.
La hábil mano del Licenciado Rafael Félix Pérez Luna -historiador, abogado, literato y émulo espirituano de Herodoto-, palpa con esmero el pergamino de la cubierta del libro recién estrenado, lo acerca a los ojos y aspira el olor a tinta fresca que emana del volumen, cual lo había anhelado durante años. A pesar de que es padre de cinco hijos tiene la sensación de estar asistiendo al nacimiento de su primogénito, aunque ello sea una metáfora. Siente que este libro -anticipo apenas de un empeño mayor al que deben sucederle dos nuevos tomos-, es el vástago mimado de sus sueños y de su espíritu y que hoy puede haber lugar para la nostalgia y el esparcimiento. En su embriaguez andaba el historiador Pérez Luna, cuando una voz de mozuelo vino a devolverlo a la realidad.
-Papá, Papá, asómate a la ventana.
-No puedo hijo, estoy ocupado. Sube que debo mostrarte algo.
-No, no quiero, vamos al río por guayabas.
-Que vengas te digo, muchacho.
El adolescente subió presto golpeando la recia madera de la escalera de caracol. El historiador ya se había incorporado y el mozuelo reparó, quizás por primera vez, que su padre era de baja estatura y de piernas muy cortas. Tenía el rostro barbado y la cabeza grande, su frente presentaba recias entradas y el encanecimiento, que había comenzado por los aladares, ya se ocupaba del resto de la cabellera. La frente lucía espaciosa; los ojos pardos penetrantes. Vestía habitualmente de paño negro, con levita cruzada, y tocado por el inevitable sombrero de copa alta, cuando no se encontraba bajo techo.
-Papá, vayamos al río en busca de guayabas y algunos mangos.
-Al río no, hijo, mira que estoy trabajando.
-Papá, Papá, únicamente usted puede estar encerrado un día tan soleado como hoy emborronando cuartillas.
El padre titubea, pero el rigor de la negativa se evadiría en la ternura de los ojos. Ríe el jovenzuelo satisfecho.
-Está bien, espérame. No te vayas sin mí, Perecito. Hijo mío...

domingo, 7 de octubre de 2007